domingo, 28 de noviembre de 2010

¿Cómo evitar que colapsen los servicios sociales?



En otro comentario apuntaba a que el último escalón de la reforma social exigirá plantearse objetivos hasta ahora marginados, como la salud mental de las grandes mayorías o saber gestionar la diversidad característica del mundo globalizado. ¿Hemos avanzado en alguna de estas metas?

Caben pocas dudas de que estamos avanzando en la solución del primer problema. Hoy conocemos como nunca nuestro propio cerebro. Llegamos a intuir los circuitos mentales responsables del movimiento, la tristeza o el rencor. Por ello, en lugar de concentrarnos, como en el pasado, en la curación de patologías alarmantes, pero minoritarias, la atención de la comunidad científica tanto como el interés general se están centrando en afecciones mayoritarias, como el estrés, la falta de memoria causada por el envejecimiento o la ausencia de empatía.

Lamentamos todavía el empecinamiento de los dirigentes de Obras Sociales en cubrir prestaciones sanitarias o educativas que ya realizan otras instituciones asentadas. Es urgente abordar desde otros ángulos los problemas de las grandes mayorías: fortalecer las esperanzas de la tercera edad –en España hay ya más mayores que jóvenes–, poner coto al elevado número de suicidios, prodigar las condiciones de la salud física que evitan el envilecimiento de la mente y el ánimo, extender la aplicación de aprendizajes aún inexplorados, como la gestión emocional, o alentar la innovación en un país como España, que cuenta con un siete por ciento de patentes de utilidad frente al 50 de países como Francia.

Estamos muy lejos de acercarnos a paradigmas como el de EE.UU., pero es muy considerable la cantidad de recursos que las distintas fundaciones y cajas dedican a la ejecución de obras sociales y asistenciales. Clama al cielo la falta de inteligencia aplicada al dispendio de tantos recursos benéficos, que es mínima comparada con la inteligencia aplicada a la gestión de los recursos propios.

Una vez más, no es un problema de falta de recursos, sino de inteligencia y conocimiento. Ése es el déficit que todo entorpece. El segundo es que las instituciones encargadas de convertir el agravio en un grano de esperanza no han asimilado todavía las posibilidades de la nuevas políticas preventivas.

La manera ideal de reducir los futuros niveles de violencia, de aumentar los de altruismo, de disminuir la presión que está colapsando las prestaciones de todo tipo pasa por la aplicación de medidas asistenciales que den respuesta a las inquietudes de las personas antes de que hayan sobrepasado la línea de los diagnósticos establecidos o el tratamiento formal: apoyos para desalentar las tendencias al suicidio, aumentar la capacidad cognitiva, impulsar el aprendizaje del
trabajo en equipo y de la gestión emocional, aprovechar los cambios radicales que están ocurriendo en los mayores y la esperanza de vida son sólo algunas de las nuevas medidas que acabarán imponiéndose y garantizando que el sistema de prestaciones sociales no se
colapse.

El segundo objetivo, que está lejos de lograrse, es aprender a gestionar la diversidad del mundo globalizado. Es menos urgente destilar contenidos académicos en la población que preparar buenos ciudadanos. Para ello es preciso admitir que las causas reales de la crisis no son las que se
creen: el comportamiento de los mayores, los educandos, los alumnos, los sindicatos; es cierto que el mecanismo para medir los progresos educativos y sociales es equivocado, pero tampoco es suya la culpa. El sistema de gobierno, el educativo, el mecanismo de ayudas sociales ¿es o no es innovador?, lejos de serlo, ¿está anclado en el pasado obtuso y violento? Ésa es la verdadera pregunta que tiene una respuesta.


Los remedios de la abuela

La crisis no es todo lo peor. Lo peor es la insistencia en los mismos métodos de antes para superar la crisis. Basta con observar las reuniones que celebran los miembros del G-20, del Fondo Monetario Internacional o de los bancos centrales para darse cuenta del problema. A ninguno de ellos se le ocurre otro modo de combatir la naturaleza de la crisis que reiterar las fórmulas anticrisis de los años de María Castaña.

Como consecuencia, esas recetas, compuestas ya de medicinas rancias, no hacen otra cosa que empeorar al enfermo o, en el mejor de los casos, inducirle a escupirlas.

Lo peor de la crisis no es pues la crisis, sino la obstinada ignorancia de los responsables para tratar con ella. Viejos o jóvenes, listos o tontos, quienes conforman los eximios equipos de la economía, especialmente occidental, no hacen otra cosa que aplicar medidas keynesianas o antikeynesianas -lo mismo da- que coge a Keynes y sus oponentes convertidos en polvo infértil dentro de sus ataúdes.

¿Habría superado la física o la matemática sus aporías si hubiera continuado pensando de la misma manera que hace décadas? Claro que no.

¿Cómo, pues, esperar que la situación económica supere su atasco, si los procedimientos para rescatar su circulación, que nunca será la misma, son repeticiones de las tácticas económicas del pasado? O bien los políticos, los grandes funcionarios y los ilustres economistas no saben más y, por tanto, deberían acudir a las selectas open sources del conocimiento en red o bien saben que no saben y solo pretenden mantenerse en el puesto de mando espantando cualquier idea que no coincida con el esquema de sus libros de texto y sus vetustos méritos profesionales.

En casi todos los ámbitos, y cada vez más en mayor proporción, las aportaciones de profesionales o amateurs de distintos campos, lugares, pensamientos y experiencias están creando a través de cooperaciones, interacciones e intercambios en la Red un nuevo, más complejo y ajustado conocimiento del mundo que vivimos, y así como la conjugación de diferentes puntos de vista han modificado el marketing, el coche, el entretenimiento, el consumo, la naturaleza, la moda, la física o la logística, podrían también lograr una mejor y más rica manera de entender los funcionamientos de los sistemas económicos.

¿O es que todavía hará falta algo más para aceptar que el actual sistema económico está agotado, agarrotado, gripado, y los fármacos que se le aplican son, como poco, tan viejos e inocuos como los remedios de la abuela? ¿O es que alguien cree todavía que poniendo la marcha atrás, reduciendo déficits, inyectando dinero para crear liquidez, retrocediendo en suma por la misma senda desembocaremos en el paraje próspero del que partimos?

Ni las ciencias físicas ni las ciencias sociales escapan a la segunda ley de la termodinámica y su principio de entropía. El pasado no vuelve nunca y tampoco ahora llegará indemne pedaleando al revés. Todos estos doctores que se reúnen, diagnostican el mal y aprueban un plan de curación están tan enfermos como el sistema al que se refieren. O más enfermos, puesto que mientras el sistema, por su cuenta, evoluciona y nunca detiene su metamorfosis. Los doctores se preservan apretando los dientes sobre las tesis que les hicieron ilustres y les dieron empleo.

La frugalidad, que fue pobreza, puede ser hoy una deseable forma de vida. La disminución del trabajo, sus alternativas o sus cambios, que fueran considerados temibles, pueden hoy brindar felicidad. Los móviles, por ejemplo, que cada vez ofrecen más prestaciones, podrían ser más codiciados si se les aligerara de innumerables funciones que no sirven sino para agobiar.

El modelo que sobrevendrá tras la crisis no será, en fin, una reparación del actual si no, probablemente, una hijuela en la que los genes y los virus, los cromosomas, las neuronas y las hormonas habrán evolucionado y emergerán recombinados de una manera lo bastante distinta como para que reconozcamos en su sistema no un más o un menos de lo anterior sino una inédita versión de la economía y la sociedad, de la estética y de la moral novedosamente reunidas.

Pensar y actuar, como ahora se hace, repitiendo las claves médico-económicas de hace más de medio siglo, es, en el mejor de los casos, administrar placebos al paciente. Y, en el peor de los supuestos, dada la alta caducidad de algunos fármacos, inculcar venenos al enfermo.

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